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viernes, 16 de septiembre de 2011

LA MUJER EN LA IGLESIA PRIMITIVA II


LA MUJER EN LA IGLESIA
SEGUNDA PARTE


 EVA-MARÍA


En el mundo grecorromano hubo mujeres que realmente superaron sus propias condiciones de fragilidad y revistieron la vivencia de la “virtud”; pero no tenían una mujer ideal, un modelo para imitar y tomar como ejemplo. La imagen de Eva, como tentadora, pecaminosa, etc., era común en la literatura oriental; solo el mensaje cristiano revolucionó la concepción de la mujer pagana. Cristo habló con las mujeres y les permitió seguir junto con su Madre, la Virgen María. Los Padres de la Iglesia han hecho un paralelismo entre las dos mujeres, como dos personajes históricos, una del camino del mal y otra del bien. Eva, la mujer desobediente, atrajo la muerte, la rebeldía, etc. María, en cambio, la salvación, mediante su obediencia de fe a la voluntad divina. Es verdad que no hay que olvidar el contexto histórico y cultural de la época, que ha influido sobre el pensamiento de los Padres. Es un dato histórico que la mujer en el mundo griego, romano, judío y cristiano fue considerada inferior ante el hombre, por lo cual era reducida a los quehaceres domésticos, sin negar su dignidad como persona humana e igual ante Dios. La novedad evangélica implicó un cambio muy fuerte e importante con respecto a la mujer en los conceptos teológicos de la salvación.

La figura Eva-María presentaba dos polos entre los cuales se movía el discurso sobre la mujer. Eva, la imagen de la mujer colocada en un plano de inferioridad, de sometimiento, de fragilidad, despreciada, causa de todo mal del hombre. María, en cambio, imagen del Evangelio con la que cada mujer era llamada a identificarse, acercándose a la vida oculta y religiosa. La Sagrada Escritura presenta a la mujer no tanto en el plano sociocultural, sino en su aspecto interior y espiritual (1 Tm 2, 9-15, etc.).

La mujer cristiana no puede seguir viviendo como la pagana, su vida es distinta a la de la otra. La Madre de Dios es el modelo perfecto de santidad, como “virgen-madre”. Ella es la corona de fe en el camino hacia amor al Señor, pronuncia el “fiat” del misterio de la salvación del hombre. La Virgen María se convierte, de esta forma, en modelo de entrega amorosa a Dios y al prójimo, inmaculada pureza, el camino de la ascética, el sacrificio, obtiene la maternidad espiritual; es madre, es la atleta de Jesús. La mujer, débil por naturaleza, en María y mediante la práctica de las virtudes, consigue las fuerzas espirituales, comunes al hombre. Ella, con la inspiración del Espíritu Santo, con la colaboración de la gracia, es capaz de enfrentar sufrimientos, dolores, muerte, torturas, enfermedades, sin perder fuerza interior. Las mujeres mártires son ejemplos: revestidas de la fuerza sobrenatural, transforman su debilidad en fortaleza y con coraje enfrentan la muerte violenta.

El Señor sufrió el martirio de la cruz; también la mujer es capaz de sufrir y ofrecer su vida en sacrificio para salvar, recuperar el hermano perdido. Los Padres presentan a la mujer en una nueva dimensión espiritual. El martirio de la muerte violenta y el martirio cotidiano, del morir todos los días al pecado, a las pasiones, para resucitar con Cristo en una “nueva creatura” (1 Co 9, 24-27) y reclamado por los Padres, como madre, esposa, educadora de sus hijos y “madre-virgen” o en la vivencia comunitaria con otras mujeres por amor a Cristo.

San Gregorio de Nisa aplica estos conceptos a su hermana Macrina, que corrió hacia el premio eterno, serena aun en las desgracias humanas y capaz de animar a las demás en el dolor. Macrina, con su madre Emelia, están en una misma escuela de ascética; la primera es discípula de la madre en las cosas domesticas y maestra en las cosas espirituales, enseñándole a rezar, a meditar la divina Escritura. La casa se transforma en una escuela de trabajo, oración y meditación de la Biblia: la madre cuida el alma de su hija, y ésta del cuerpo de su madre.

Si la mujer fue la causa de la perdición del hombre, simbolizando la debilidad del hombre bíblico, es ahora la causa de su salvación (san Agustín, Comentario al Salmo 48, 1,6). Cada mujer lleva en sí, misteriosamente, la presencia de Eva y de la Virgen María y, según como ella viva su vida, reproduce con mas evidencia el misterio de una de las dos mujeres. Reproduce la vida de Eva o de la Madre de Dios. La primera, ligera, mundana, tentadora, destructora; la segunda, salvadora, guía, camino y fortaleza para el hombre. Las mujeres fueron las privilegiadas en la participación del misterio de la salvación, desde la anunciación hasta la resurrección, ascensión y venida del Espíritu Santo.

La mujer tiene la imagen ejemplar en la Virgen María para armarse de coraje, valentía, estoicismo cristiano que le permite superar el dolor… La Madre de Dios es “madre-virgen”, ejemplo para la mujer cristiana en la asidua oración, meditación de los textos sagrados, contemplación, castidad perfecta, pureza de corazón y mente. Es madre en cuanto pueda donarse, transmitir la riqueza espiritual, como maestra catequista; es virgen porque conserva en total pureza las verdades de Dios (San Jerónimo, Carta 107). Ella llega a la capacidad de ser directora y madre-guía de las demás hermanas que desean seguir su camino de perfección. Muchas mujeres han llegado al alto grado de perfección (Macrina, Olimpiade, Elena, Olga, Irene, Eufrasia, etc.).

Ellas son madres evangelizadoras en la familia y en la Iglesia. Podían imponer las manos sobre las cabezas de los enfermos e instruir a mujeres catecúmenas (Constitución Apostólica 2, 36).

La mujer en el cristianismo es revalorizada en las características femeninas. En el plano ético y moral, la mujer se eleva y supera aun la propia naturaleza y se compara al hombre. Ella, con su fuerza intelectual y con su voluntad, se vuelve imagen de la madre, dedicada a los hijos para la educación humana y cristiana. Tenía derecho a la participación, a la celebración de la Eucaristía con el “velo”, símbolo de su sacralidad, de escuchar y meditar la palabra de Dios en el templo y luego ser la evangelizadora en la casa, con su esposo, hijos y personal de servicio.


LA MUJER, EVANGELIZADORA EN LA FAMILIA

Los Padres, defendiendo la validez del sacramento del matrimonio cristiano en la Iglesia, como indisoluble hasta la muerte, han dejado una inmensa temática sobre las responsabilidades de los esposos en la educación de los hijos, en total igualdad. Los esposos asumen la mutua responsabilidad de fidelidad recíproca, la igualdad de la mujer en el campo civil y espiritual. El hombre es consejero espiritual de la esposa. La esposa es la maestra y la madre de los hijos. No es suficiente ser madre, generar hijos; es necesario, para ser madre, la educación de los mismos (san Juan Crisóstomo, Homilía sobre Tesalonicenses 5, 5). La esposa es, además, educadora de su esposo: “salvar el alma de aquel con quien se convive, aceptando las dificultades y problemas del esposo”; “la mujer virtuosa atrae al esposo a la realidad” (san Juan Crisóstomo). La mujer tiene que ser virtuosa, no fácil, licenciosa, amante de los vestidos y del maquillaje (ver Tertuliano, san Agustín, Clemente, Alejandrino, san Gregorio de Nisa, san Juan Crisóstomo, san Ambrosio).

Los Padres han tenido dos líneas hacia la mujer: un discurso para la casada, y otro para la virgen que se consagraba a Dios. La primera, fiel amiga y compañera del marido, educadora de los hijos y en plena vivencia de los consejos evangélicos para no caer en las tentaciones del mundo. Ella también tenía que cuidar a los enfermos, visitarlos, dar de comer a los pobres, peregrinos, visitar a las viudas, a los niños huérfanos; en una palabra, dedicarse a las obras de misericordia hacia el prójimo. Los Padres no dejaron de exhortar a los esposos a responsabilizarse por los hijos: “Los padres responderán ante Dios por los pecados de los hijos, porque son asesinos espirituales de sus propios hijos” (san Agustín, Cartas I, 98, 3). De los escritos patrísticos, surge el mensaje para la mujer en la familia. Ella, vistiéndose de las virtudes cristianas, despojándose primeramente de los vicios mundanos, recibía la misión de Dios en la educación de los hijos y aun del marido. La madre es el corazón de la familia, el sacerdote de la iglesia familiar.


Fuente: Luis Glinka, ofm. "Volver a las fuentes. Introducción al pensamiento de los Padres de la Iglesia". LUMEN 1era Edición. 2008.

DELICIA PARA EL VIERNES


BERENJENAS A LA NAPOLITANA



Ingredientes

Berenjenas moradas 1 kilo
Sal gruesa 2 cucharadas
Queso fresco cremoso del tipo cuartirolo 300 gramos
Huevos 3
Harina cantidad necesaria
Aceite neutro, cantidad necesaria
Tomates perita 1 lata
Cebolla 1 chica bien picada opcional
Laurel 1 hoja
Ajo 1 diente
Tomillo y orégano 1 cucharadita
Queso rallado 1 taza

Elaboración

Lavar las berenjenas y cortarlas en rebanadas a lo largo de un poco
más de ½ centímetro.
Colocarlas en colador de pastas y espolvorearlas con la sal gruesa una ½ hora.
Mientras tanto preparar una salsa de tomate.
Echar las dos cucharadas de aceite en la cacerola y saltear a fuego
suave la cebolla, cuando se pone transparente agregar el ajo pelado,
entero y el laurel. E incorporar el tomate picado con todo el jugo. el
tomillo y el orégano.
Cocinar aproximadamente 10 minutos a fuego bajo.
Enjuagar las berenjenas y secarlas con el repasador.
Espolvorear  ambas caras de las berenjenas con harina.
Colocar al fuego una sartén con abundante aceite
De a una pasarlas por los huevos batidos y freirlas hasta dorar en
ambas caras..
Retirarlas a medida que se van cocinando y apoyarlas apiladas sobre
papel de cocina.
En fuente para horno y mesa colocar un poco de salsa, encima una capa
de berenjenas cubrirlas con tajadas de queso fresco y por encima
salsa. Repetir la operación una o dos veces hasta terminar con una
capa de salsa.
Echar queso rallado por encima y gratinar en horno hasta dorar la cubierta
Retirar y servir.

LA GESTA DE LOS MARTIRES II


BAJO EL PODER DE ANTONINO
En el año 156, en Esmirna
UN OBISPO ANCIANO
POLICARPO

SAN POLICARPO


El obispo de Esmirna, Policarpo, acababa de ser martirizado junto con varios fieles a principios del año 156. La Iglesia de Filomelium, en Frigia, reclamó una narración detallada de los acontecimientos. Marción, en nombre de la comunidad de Esmirna, refirió los últimos días y la muerte de su obispo en carta dirigida a la Iglesia de Filomelium y a todas las Iglesias. Esta encíclica –el más antiguo documento hagiográfico−, es la que ofrecemos al lector. Más de un rasgo nos recuerda en ella la Pasión del Salvador y subraya a los ojos de los cristianos la íntima semejanza que une al mártir con su jefe. En esta relación de un contemporáneo, que ha conocido al santo y le vio morir, el anciano mártir se nos manifiesta enérgico y sereno, orgulloso de sufrir por Cristo al que sirvió durante tantos años y al que conoció mejor que sus hermanos, pues se había encontrado en su juventud con los mismos discípulos del Señor.

***

La Iglesia de Dios que está en Esmirna, a la Iglesia de Dios que está en Filomelium y a todas aquellas que establecidas en todo lugar, forman parte de la Iglesia católica y santa, misericordia, paz y amor en abundancia, de Dios, Padre y de nuestro Señor Jesucristo.

Os escribimos, hermanos, a propósito de los confesores de la fe y del bienaventurado Policarpo, que con su martirio, puede decirse, ha sellado la persecución, al poner término a ella. Todos los acontecimientos que han precedido su martirio no sucedieron sino para permitir al Señor del cielo mostrarnos el modelo del mártir, según el Evangelio. Policarpo, en efecto, esperó ser traicionado, al modo que lo había hecho el Señor. Éste nos había dado el ejemplo con el fin de volvernos atentos, no solamente a nuestros intereses, sino también a los del prójimo. Pues la verdadera y fundamental caridad no es querer salvarse a sí mismo únicamente, sino aún salvar a todos sus hermanos.


Los mártires son testigos de Cristo

Morir mártir, como Dios lo ha querido es seguramente una dicha y un título de nobleza, y con una piedad sin cesar creciente hacia Él, hemos de reconocer el poder supremo del Señor. ¿Quién no admiraría además la generosidad de los mártires, su resistencia, y su felicidad en servir a Dios? Destrozados por los látigos hasta el punto de que se veía el interior mismo de sus carnes, hasta las venas y las arterias, sufrían de tal manera que los espectadores, llenos de piedad, lloraban. Mas ellos, llegados a ese extremo de heroísmo, en que ya no hay gemido ni queja, nos manifestaban a todos nosotros, que en las mismas horas de tortura todos los mártires de Cristo se ausentaban de su cuerpo, más aún, que el Señor estaba en ellos y les hablaba. Afirmados en el amor de Cristo, despreciaban los sufrimientos de aquí abajo y ganaban en un instante la vida eterna. Y el fuego de verdugos inhumanos se volvía fresco para ellos. Pues veían el fuego eterno del que se ha de huir y que jamás se apagará, y miraban con los ojos del alma los bienes reservados para los que han sufrido. Y esos bienes inauditos que el ojo del hombre jamás ha visto y que no ha realizado en su mente, les eran mostrados por el Señor, a ellos que ya no eran hombres sino ángeles. Y soportaban de igual modo otros suplicios horrorosos, expuestos a las fieras, tendidos sobre potros, torturados en toda forma por hábiles verdugos, con la esperanza de que un suplicio prolongado les indujera tal vez a renegar de su fe.


El demonio inspira la persecución

Pues el Diablo desplegó contra ellos todas sus astucias; mas, demos gracias a Dios: Satanás no fue siempre el más fuerte. El muy valiente germánico fortaleció a los tímidos con su resistencia y resistió maravillosamente a las fieras. El procónsul quería convencerle y le decía que se compadeciera de su juventud. Otro excitó contra él a la fiera pegándole para escapar más pronto a las violencias injustas y a las perfidias. Entonces toda la muchedumbre admirada del valor de los cristianos, estirpe amada del Señor y afecta a Dios, gritó: «¡Mueran los impíos! ¡Que se busque de nuevo a Policarpo!»

Uno sólo sin embargo, Cointo, fue cobarde en presencia de las fieras. Era un frigio que había abandonado su país hacía poco tiempo. Se había presentado él mismo a los jueces y había entusiasmado a otros a que le imitaran. Mas luego que el procónsul le hubo hostigado, él llegó a la apostasía y sacrificó. Por eso, hermanos, censuramos a los que se entregan a sí mismos a los tribunales. Ése no es el espíritu del Evangelio. Policarpo, el más admirable de todos, al enterarse de esas nuevas, no se conmovió y por de pronto decidió quedarse en la ciudad. Luego, ante las instancias de varios, partió y se refugió en una pequeña ciudad próxima a Esmirna. Residió allí junto con algunos amigos. Día y noche, según su costumbre, oraba por todos los hombres y por todas las Iglesias esparcidas en el mundo. Tres días antes de su arresto, tuvo una visión durante su oración: su almohada se incendiaba y ardía. Entonces se volvió hacia sus compañeros y les dijo: «Seré quemado vivo».

Los hombres lanzados en su persecución proseguían su búsqueda, y él debió huir a otra casa. No bien salió de esa casa se presentaron en ella los perseguidores. No le hallaron, mas prendieron a dos jóvenes esclavos. Uno de ellos, al ser interrogado, lo confesó todo. Desde luego, Policarpo ya no podía escapar, puesto que los suyos le traicionaban. El jefe de policía, Herodes era digno de su nombretenía prisa por llevar a Policarpo a la arena, donde éste debía recibir su parte de la misma gloria de Cristo con el que se asociaba ahora y donde los traidores sufrirían el mismo castigo que Judas.

Era un viernes. Se pusieron en marcha, hacia la hora de cenar, acompañados por el esclavo. Había entre ellos soldados de infantería y de caballería con sus armas de ordenanza como para detener a un bandido. Ya entrada la noche, se presentaron en tropel y supieron que Policarpo descansaba en una habitación en el piso alto. Hubiera podido huir, mas no quiso y dijo sencillamente: «¡Hágase la voluntad de Dios!». Luego que oyó que ellos estaban allí, descendió y se puso a conversar con ellos. Éstos quedaron estupefactos en presencia de la vejez y de la calma de Policarpo, y se preguntaban por qué tenían tanto interés en prender a un hombre de esa edad. Al instante Policarpo les hizo servir una copiosa cena, y les pidió le concedieran aún una hora para orar en paz. Con el permiso de ellos, se puso en oración, de pie, y tan lleno estuvo de amor divino que durante dos horas no pudo dejar de hablar de Dios. Muchos lamentaban haber empuñado las armas contra un anciano tan santo. Cuando él hubo terminado su oración y recordado en ella a todos cuantos había conocido, grandes y pequeños, ilustres y humildes y a toda la Iglesia católica esparcida en todo el mundo, hubieron de partir. Le hicieron montar en un asno y volvieron a entrar en la ciudad. Era el día del gran sábado. Herodes, jefe de policía, y su padre Nicetes, salieron a su encuentro. Le hicieron subir en su carro, le instalaron al lado de ellos y comenzaron a emprenderlas con él: «¿Qué de malo −decíanpronunciar: señor César; ofrecer un sacrificio y lo demás, para librarte?». En primer lugar nada contestó. Mas como insistían, dijo: «No puedo hacer lo que me aconsejáis». Furiosos por su fracaso le insultaron y empujaron abajo del carro con tanta brutalidad que al caer se despellejó una pierna. El santo ni siquiera se dio vuelta y, como si no tuviera mal alguno, emprendió la marcha valientemente y apresuró el paso. A su llegada al estadio hubo un alboroto tal que ya nadie se entendía. Cuando entró en el estadio una voz del cielo le dijo: «¡Ánimo, Policarpo y valorNadie vio al que hablaba, mas los cristianos que allí estaban oyeron la voz. Cuando por fin compareció, hubo un gran alboroto al saberse que Policarpo había sido prendido. Él adelantó y el procónsul le preguntó si era realmente Policarpo. Confesó que sí. El otro le exhortó entonces a renegar de su fe y le dijo: «Apiádate de tu vejez» y todo cuanto se acostumbraba decir a los cristianos en esas ocasiones. Luego concluyó: «Jura por la fortuna de César. Arrepiéntete y di: ¡Mueran los ateos!». Policarpo se volvió hacia la muchedumbre apiñada en el estadio, esa muchedumbre de hombres sin religión, la miró fijamente, tendió la mano hacia ella y dijo gimiendo, con los ojos mirando el cielo: «¡Mueran los ateos!» El magistrado insistió: «Presta el juramento de apostasía y te pongo en libertad. Insulta a Cristo». —«Hace ochenta y seis años que le sirvo −dijo Policarpo− y no me hizo mal alguno. ¿Cómo podría blasfemar de mi Rey y de mi Salvador?». —«Jura por la fortuna de César», replicó con insistencia el procónsul. Mas Policarpo respondió: «Te jactas verdaderamente −dijo− al esperar que me harás jurar por la fortuna de César, como tú dices. Sabe pues quién soy. Hablo con toda franqueza: soy cristiano. Si quieres instruirte en la religión de Cristo, elije un día y escúchame entonces». El procónsul le dijo: «Trata de obtener eso del pueblo». Policarpo replicó: «Ante ti, creo, me he de explicar; pues se nos enseña a rendir a los jefes y a las autoridades establecidas por Dios, el honor que se les debe, sin pecado. Mas es inútil que me justifique ante esa muchedumbre». El procónsul le dijo: «Tengo fieras a mi disposición. Si persistes les arrojaré tu cuerpo como alimento». Policarpo dijo: «Da tus órdenes. Nosotros cuando cambiamos no lo hacemos de lo mejor a lo peor; y es hermoso pasar del mal a la justicia». El otro, insistiendo entonces, cada vez más: «Si no te arrepientes −dijo− te haré perecer en una hoguera, ya que poco caso haces de las fieras». Policarpo le respondió: «Me amenazas con un fuego que arde durante una hora y luego se apaga, ¿no conoces entonces el fuego de la justicia por venir y del castigo eterno que devorará a los impíos? Mas, ¿por qué demoras? Decide lo que te plazca». Dijo eso y muchas cosas más; rebosaba de dicha y de fuerza y su rostro resplandecía de amor divino. Y muy lejos de ser él el vencido, turbado por el interrogatorio, lo era el procónsul que había perdido la serenidad.

Éste mandó a su pregonero a que publicara en alta voz tres veces en el estadio: Policarpo ha reconocido que él era cristiano.

Cuando el pregonero hubo voceado su proclama, toda la muchedumbre de los judíos y de los gentiles que habitaban en Esmirna se puso a gritar en alta voz en un irresistible arrebato de cólera: «Él es el dueño de Asia, el padre de los cristianos, el despreciador de nuestros dioses. Él es que enseña a las muchedumbres a no sacrificar más, a no adorar más». Y a un mismo tiempo le pedían a gritos a Felipe, magistrado encargado de los ritos religiosos, soltara un león contra Policarpo. Felipe respondió que no era posible, ya que habían terminado los combates de fieras. Entonces todos juntos decidieron que Policarpo fuese quemado vivo. Era menester efectivamente que se cumpliese su visión de la almohada en llamas, cuyo significado descubriera a sus amigos: «Debo ser quemado vivo».

Todo eso sucedió en un corto lapso de tiempo. Al instante el populacho apiló leña y haces sacados de las tiendas y de las casas de baños. Los judíos sobre todo se apresuraban en la tarea con su acostumbrada pasión.

Policarpo se quitó su vestidura, desató su faja y comenzó también a descalzarse él mismo, lo que no hacía desde hacía mucho tiempo, pues siempre un fiel se precipitaba para ayudarle, con la esperanza de tocar su cuerpo. Pues antes de su martirio ya era resplandeciente de santidad. Luego los verdugos colocaron junto a él los instrumentos que servían para la hoguera. Quisieron atarle, mas él dijo: «Dejadme así como estoy. El que me ha dado la fortaleza para arrostrar el fuego me dará también el valor de seguir estando inmóvil en la hoguera sin estar atado en ella».


Oración de san Policarpo

Los verdugos dejaron entonces sus hierros y le ataron sin más. Él, con las manos detrás de la espalda, así como un morueco escogido, sacado de un gran rebaño para un sacrificio, y preparado como un holocausto agradable a Dios, levantó los ojos al cielo y dijo: «Señor, Dios Todopoderoso, padre de Jesucristo, vuestro hijo, bendito y muy amado, por quien hemos llegado a conoceros, Dios de los ángeles y de las potencias, Dios de toda criatura y de la estirpe de los justos que viven en vuestra presencia, os bendigo por haberme hallado digno, en este día y en esta hora, de alistarme en el número de los mártires, bebiendo en la copa de vuestro Cristo, para resucitar a la vida eterna del alma y del cuerpo en la incorruptibilidad del Espíritu Santo. Asimismo dignaos recibirme hoy en vuestra presencia junto con los mártires, después de este sacrificio grato y completo que me habéis preparado, me habéis predicho y me concedéis cumplirlo, Dios infalible y verdadero. Por eso os bendigo por encima de todo, os alabo y os glorifico en Jesucristo, el sacerdote eterno del cielo, vuestro hijo muy amado por quien gloria sea dada a Vos con Él y el Espíritu Santo, ahora y por los siglos venideros. Amén».


Martirio de san Policarpo

Cuando hubo enviado a Dios su Amén, y terminado su oración, los hombres encargados de la hoguera encendieron el fuego. Una llama se elevó, alta y brillante, y vimos un prodigio, pues nos fue dado verle, y hemos sido librados para anunciar a los demás estas maravillas. El fuego tomó la forma de una bóveda, así como una vela de un barco hinchada por el viento. Envolvió en redondo el cuerpo del mártir que se hallaba en el medio, no como una carne que quema, sino como un pan que se dora al cocer o como el oro y la plata probados en el crisol. Por eso hemos respirado un perfume delicioso, así como de incienso que sube o de un aroma elegido.
Finalmente los impíos notaron el prodigio, y que el fuego era impotente para consumir el cuerpo. Le ordenaron entonces al verdugo fuera a herirle con una espada. Éste obedeció; mas salió del cuerpo tanta sangre que el fuego se apagó. Estupefacta, toda la muchedumbre se preguntó por qué los impíos eran tan distintos de los elegidos. Y era bien un elegido el ilustre mártir Policarpo.

Fue en su época apóstol y profeta. Era obispo de la Iglesia católica de Esmirna. Toda palabra salida de su boca se ha realizado o se realizará. El envidioso Satanás, malo y pérfido adversario de la estirpe de los justos, conocía la vida sin mancha de Policarpo desde su infancia. Había visto la grandeza de su martirio, la corona incorruptible que acababa de conquistar y el cetro de la victoria que nadie podría arrebatarle. Por eso maniobró para que se nos negase llevar el cuerpo del mártir. Pues muchos deseaban tener y poseer sus restos sagrados. El Diablo sugirió entonces a Nicetes, padre de Herodes y hermano de Alceo, fuera a ver al magistrado para convencerle de que no entregara el cuerpo a los cristianos. «Se correría el peligro −dijo Nicetes− de que abandonaran el culto del crucificado y comenzasen a adorar a ese mártir». En el fondo, eran los judíos quienes insinuaban esas resoluciones y las propalaban. Llegaban aún hasta estar en acecho para sorprendernos en el momento en que intentáramos sacar el cuerpo de la hoguera. No sabían que jamás podríamos abandonar a Cristo. Fue Él que ha padecido por la salvación del mundo entero redimido, Él sin mancilla ha padecido por los pecadores, y no adoraremos nunca sino a Él. A Él, hijo de Dios, nuestras adoraciones. A los mártires, sus discípulos e imitadores, nuestro amor. Es justicia: han sido fieles a través de todo a su Maestro y Rey. Dígnese el cielo unirnos a ellos y hacernos sus compañeros. Ante la acrimonia de los judíos, el centurión hizo colocar el cuerpo en medio de la hoguera según las costumbres bárbaras, y lo quemó. Tiempo después recogimos sus huesos, más extraordinarios y más preciosos que las piedras de precio elevado. Los hemos depositado en el lugar que convenía.

Concédanos el Señor volver a encontrarnos allí cuando podamos, en la alegría y en el gozo, para celebrar el día aniversario de su martirio, para festejar la memoria de los que partieron y formar y preparar a los que deberán seguirlos. Tal fue el fin del bienaventurado Policarpo. Fue martirizado en Esmirna junto con doce hermanos de Filadelfia. Más que cualquier otro, seguirá estando en la memoria de todos y se hablará de él en todas partes, aun entre los paganos. Fue no solamente un maestro incomparable, sino un mártir poco común. Todos deseamos imitar su Pasión, que recuerda la de Cristo en el Evangelio. Con su paciencia, ha vencido a un juez indigno, y conquistado de este modo la corona de inmortalidad. Comparte la dicha de los apóstoles y de todos los justos, glorifica a Dios, Padre Todopoderoso y da gracias a Jesucristo, nuestro Señor, Salvador de nuestras almas, guía de nuestros cuerpos y pastor de la Iglesia católica esparcida por el mundo. Nos habíais pedido un relato más extenso de los acontecimientos. No podemos enviaros ahora sino un resumen, que os entregará nuestro hermano Marción. Cuando hayáis tomado conocimiento de él, enviad esta carta a nuestros hermanos más distantes, para que ellos también glorifiquen al Señor por haber escogido elegidos de entre sus siervos. Dígnese Dios, con su gracia y con su bondad, conducirnos a todos hasta su reino eterno, por su único hijo Jesucristo, gloria, honra, poder, majestad, por siempre. Saludad a todos los santos. Los que están con nosotros os saludan así como Evaristo, que ha escrito esta carta, y toda su comunidad.


Fuente: "La Gesta de los Mártires". Editorial Éxodo. 1era Edición.

PRÓXIMO MARTES: MARTIRIO DE TOLOMEO Y LUCIO

SANTORAL 16 DE SEPTIEMBRE



16 de septiembre

SAN CORNELIO, 
Papa y Mártir


   Es preciso pasar por muchas tribulaciones
para entrar en el reino de Dios.
(Hechos de los Apóstoles, 14, 21).
    
San Cornelio, presbítero de Roma, después de haber administrado los asuntos de la Santa Sede durante la vacancia que siguió a la muerte de San Fabiano, fue elegido para sucederle. Luchó contra el hereje Novaciano. Desterrado, recibió el consuelo de las cartas que le dirigió San Cipriano, rico patricio convertido y obispo de Cartago. El gobierno del perseguidor Decio lo desterró de Roma y a causa de los sufrimientos y malos tratos que recibió, murió en el destierro, como un mártir murió en junio del año 253
SAN CIPRIANO, 
Obispo y Mártir
   San Cipriano desempeñó un papel importante en la historia de la Iglesia y en el desarrollo del pensamiento cristiano en África. Convertido al cristianismo en edad adulta, el santo dedicó todos sus esfuerzos a mantener viva la fe de la Iglesia tras ser decretada un violenta persecución contra los cristianos. 
   
Fue desterrado a Curubis por varios años, hasta que el pro-cónsul Máximo ordenó su regreso para quecompareciera ante él. Trató de obligarlo a desistir de su fe,  pero el Obispo se mantuvo firme, por lo que fue decapitado en Cartago el 14 de septiembre del año 258. Cuando se le avisó que había sido condenado a muerte, respondió: "¡Alabado sea Dios!" y dio 25 monedas de oro al verdugo que debía cortarle la cabeza.

MEDITACIÓN SOBRE
TRES PENSAMIENTOS DE SAN CIPRIANO
  
 I. ¿No es acaso gran locura, dice este gran santo, amar esta vida en la que tanto se sufre, y huir de la muerte que debe libramos de todos nuestros males? Cristiano, tú crees en el paraíso; ¿Por qué, pues, te adhieres a esta vida que te mantiene alejado de él? ¿Por qué temes la muerte que pone fin a tus penas y da comienzo a tu felicidad? ¿Si tuvieses fe viva, tendrías acaso estos sentimientos? ¡Qué locura es amar las aflicciones, las penas y las lágrimas del mundo, y no tender hacia una felicidad que no puede sernos arrebatada! (San Cipriano).

   II. ¿Por qué amas el mundo con sus placeres y honores? Si tú no escuchas sus máximas, si no sigues sus ejemplos, él te desprecia y maltrata; si haces su voluntad, se convierte en tu amigo, te halaga, te acaricia, pero no lo hace sino para perderte con más seguridad. ¿Por qué, pues, amar a tu enemigo? ¿Por qué amarlo, cuando sabes que tu complacencia jamás lo satisfará, y sus placeres jamás te harán feliz?

   III. ¿Por qué no amas a Jesucristo? Él te amó cuando aún eras su enemigo; murió por ti en una cruz; te promete el cielo en recompensa de tu amor. y sin embargo, en vez de amarlo, lo ofendes todos los días; te pones de parte del demonio su adversario. ¿Qué te ha hecho Jesucristo para que lo trates tan cruelmente? Puesto que el mundo te detesta, ¿por qué amas al que te odia? ¿Por qué más bien no amas a quien te redimi6? (San Cipriano).

El desprecio del mundo -
 Orad
por los que están en pecado mortal.

ORACIÓN
    Haced, os lo rogamos, Señor, que la solemnidad de los bienaventurados mártires y pontífices santos Cornelio y Cipriano nos haga experimentar los efectos de su protecci6n, y que su gloriosa intercesi6n nos haga agradables ante vuestra divina Majestad. Por J. C. N. S. Amén.